Desde la soledad de las cumbres pirenaicas en la zona Navarro-Francesa, se experimentan sensaciones únicas de paz y serenidad, que a diario nos faltan durante la vorágine cotidiana. Hablo de rincones increibles, donde el tiempo se ha detenido y donde tan solo el pastoreo de alta montaña sobrevive y resiste como puede a las inclemencias del tiempo y la altura.
9 puertos de infarto, sobretodo el terrible Artaburu y el mítico Larrau, te van minando las fuerzas conforme las horas, el sol, el esfuerzo sobrehumano y los kilómetros hacen de las suyas sobre tu maltrecho cuerpo. A eso hay que añadirle el peso de lastre que llevaba para entrenar. Resultado evidente.- palizón de los grandes, con aparición en los últimos kms de calambres y dolores por todo el cuerpo. Pero tambien enormidad y emociones renovadas a lo largo de un trazado inmenso, lleno de belleza por todos los rincones y una paz indescriptible, tan solo perturbada por las esquirlas del ganado que campa a sus anchas por estas inmensas praderas pirenaicas.
Zonas muy remotas y tan cercanas, a escasas 2 horas de Ejea y apenas 1 hora desde Pamplona, nos ofrecen rincones de una belleza enorme, sobretodo a primeras horas de la mañana, cuando la rosada todavia se puede palpar en el ambiente y los olores de los bosques, que acompañan al Irati desde su nacimiento, te remontan a esos veranos de campamentos cuando eras un crio. En fin, toda una experiencia y un placer para los sentidos, cuando el esfuerzo lo permitia, claro, porque hablamos de mas de 8 horas sobre la burra y unas pulsaciones de 160-170 durante las ascensiones a los colosos pirenaicos, con un gasto energético total por encima de las 6000 kcal; vamos un palizón de los grandes.
Cada puerto de montaña, tiene su magia, sus detalles, sus secretos, sus peligros, su belleza, sus enigmas y su personalidad propia. Su ascensión se convierte casi en un protocolo, por parte del que quiere llegar a su cumbre, como los grandes himalayistas lo hacen con sus queridos y temidos ochomiles. Todos los puertos, por muy cortos o pequeños que nos parezcan, merecen de nuestro respeto a la hora de iniciar la ascensión. Durante la misma, multitud de emociones y matices pasan por la cabeza; los sonidos de la respiración y el propio bombeo del corazón, que intenta suministrar suficiente oxigeno a las piernas para no entrar en fatiga, nos acompañan entre los sonidos del monte que atravesamos. Los dolores tambien suelen ser una constante durante las ascensiones mas exigentes. No creo que haya un sufrimiento físico comparable a las ascensiones mas duras de los grandes puertos, ya que hay muchos momentos en los que te falta el aire y las piernas van a reventar, por no decír el corazón y su intención continuada de salirse por la boca; es tal el esfuerzo sobrehumano, que en esos momentos un niño de 4 años nos vencería en un pulso sin dudarlo, porque cada gramo de energía de tu cuerpo parece evaporarse con cada pedalada. Hay un momento de obsesión por coronar el puerto y dejar de sufrir de una vez; y sin embargo cuando ves el collado a tu alcance, las emociones se disparan, por un lado la euforia, engrandecida sin duda, por las endorfinas generadas durante el esfuerzo y por otro lado, la pena de acabar de ascender el puerto en cuestión. Con todo esto, no es de extrañar, que el viajero sobre una bicicleta adquiera una verdadera devoción por estas sensaciones vividas, creándose un vínculo, entre el ciclista y el camino, imposible de romper.
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